Los c-rranos, la ciudadanía pendiente y el 3 de octubre de 1968

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Entre las grandes narrativas históricas y las personas suele existir un interludio plagado de mentiras, actores ficticios y falsas dolencias; y puede que por esa razón gran parte de nuestra memoria reciente sea vista como una pieza del pasado que se inserta a la fuerza, a presión y en la constante negación de las cosas que han modelado nuestra forma de ver y entender el mundo. Eso ha pasado en el Perú con el 3 de octubre de 1968, fecha que no solo parece haber sido retirada de la historia oficial, sino que alcanza a ser evadida, prohibida y castigada. En este pequeño texto, lejos de elaborar un gran discurso de epopeya velasquista que saque roncha a los pequeños mijaeles, solo trazamos una línea de vínculo entre esa fecha, nuestra condición de c-rranos y la gran tarea de la ciudadanía pendiente.

Un poquito de historia. Para finales del primer gobierno de Belaúnde, el Perú se encontraba transitando por un contexto de álgida movilización popular que se podía percibir a partir de la gran arremetida guerrillera en el campo de la zona centro y sur, además de las protestas que sostenían los trabajadores industriales y de servicios en las ciudades. La presión que ejercían las ‘capas bajas’ de la sociedad apoyadas por la aún incipiente clase media, produjo en el gobierno una crisis de estabilidad que complementándose con la crisis económica y la inacción de los partidos políticos, provocó un escenario de ingobernabilidad. El clima se había agitado lo suficiente y solo hacía falta un pequeño empujón de parte de la gestión Belaúnde que nos conduciría a ese momento en el que nuestra historia cambiaría radicalmente.

El escándalo de la ‘Página 11’, que giró en torno a la pérdida de una de las hojas del “Acta de Talara” que definía los acuerdos entre la Internacional Petroleum Company (IPC) y la estatal Empresa Petrolera Fiscal (EPF) sobre el precio de compra del barril de petróleo, se convirtió en la gota que rebalsó el vaso. La desgastada gestión de Belaúnde, a pesar de efectuar un cambio total en su gabinete durante el 2 de octubre, no alcanzó a satisfacer las demandas populares que veían en la medida una jugada de maquillaje. No transcurrieron más de veinticuatro horas cuando un grupo de oficiales de alto rango de todos los cuerpos armados del país, asestó un golpe de Estado como anticipo necesario para la ejecución de medidas de urgencia que evitaran que el Perú también sea engullido por la vorágine de guerras civiles que ya afectaban a otros países vecinos en plena Guerra Fría.

Conscientes y testigos de la sucesiva postergación a la que se veían sometidas las políticas de desarrollo que beneficiarían al grueso de la población peruana, los militares que conformaron el autodenominado Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, liderado por el General Juan Velasco Alvarado, dispusieron de un conjunto de medidas de alto impacto que traerían a la arena política a un nuevo actor antes ignorado: el indio campesino y trabajador de la tierra.

Aquí dejamos el recuento histórico para detenernos en el análisis del carácter reivindicativo que dio rostro a las principales medidas del gobierno, y del impacto que estas tuvieron en la situación de las grandes mayorías que habitaban el país. De acuerdo al censo de 1940, la población peruana ascendía a 6 millones 906 mil 746 habitantes, de los cuales, el 73% vivía y laboraba en el campo, mientras que el 61.9% era serrana y más de un tercio (31.1%) hablaba solo quechua o aymara. Así también en términos educativos, los analfabetos representaban el 57.3% de la población, mientras que solo el 5% había alcanzado la educación secundaria, y un 1% accedía a la formación universitaria [1]. Considerando que hasta entonces el régimen de propiedad sobre la tierra no solo permitía que gran parte de los territorios estuvieran en pocas manos (las haciendas multifamiliares que representaban el 1%, poseían el control del 80% de las tierras de cultivo) [2], sino que a partir de este esquema también se disponía la estructura laboral; cabe preguntarnos: ¿qué valor poseía una política de reforma sobre la propiedad de las tierras en un país básicamente agrícola con una población que no tenía otra condición social más que la de sirviente no propietario de aquellos suelos que cultivaba día y noche, generación tras generación sin mayor beneficio? De forma contraria a lo que piensan los monaguillos del liberalismo austriaco; una reforma de este tipo en un país con esas características, establecía un escenario inédito y brindaba a las grandes mayorías indígenas aquella condición ciudadana de libertad que los acercara a ese anhelo de nación que les había sido prometida pero nunca realizada. Por primera vez, al dejar de estar encadenados a un patrón y poder por fin decidir sobre sus jornadas de trabajo, miles de campesinos albergaron el sueño de educarse, de participar políticamente sin tener que ser castigados o de migrar hacia las grandes ciudades sin temor a ser perseguidos.

Desde aquel momento, el correlato de los hechos colectivos y personales no ha sido el de un cuento feliz. En cada una de nuestras familias aún existen esos “conquistadores de un nuevo mundo”, tal como los llamaba Degregori; que décadas atrás llegaron hacia las ciudades en búsqueda de un futuro distinto para sus hijos, que pudiera ser mejor que el que ellos tuvieron o padecieron. De 1968 a la fecha, con capítulos de violencia y a pesar de varios retrocesos, se han conseguido algunos avances, pero no son suficientes. A pesar de los logros en las políticas de identidad, la reducción del analfabetismo, la cobertura y el acceso a la educación básica y la promoción de la participación política; todavía existe un gran tramo por recorrer que está enlazado a la calidad de ese vínculo que deberíamos de tener de cara hacia nuestros pares, y de cara hacia las instituciones del Estado. Hoy lejos de plantear una agenda de Estado versus mercado, queremos pensar el 3 de octubre como un día en el que nos podamos ver por dentro para concluir aquella promesa de ciudadanía que guarece al interior de cada “c-rrano”, que aunque ahora duerme bajo un techo y come tres veces al día o se educa en un instituto o universidad, y navega en internet; todavía no posee un trabajo de calidad, no accede a dignos servicios de salud, ni cuenta con instituciones que lo defiendan ante el atropello de sus derechos, que todavía es etiquetado por los grandes medios cuando sale a las calles a defender lo suyo, o que debe negar o esconder su acento, su color de piel o sus apellidos para ingresar a un barrio residencial, competir por un puesto ejecutivo o simplemente transitar.

Todavía hay un largo camino por andar, pero si hoy podemos avanzar sobre el recorrido es porque todo empezó un 3 de octubre de 1968.

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[1] López, Sinesio (2005). “Perú, 1930-1968: competencia y participación en el Estado oligárquico”. En: Historia de las elecciones en el Perú. Estudios sobre el gobierno representativo. Lima: IEP, p. 114-115.

[2] Mayer, Enrique (2016). “Cuentos feos de la reforma agraria peruana”. Lima, Instituto de Estudios Peruanos.

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