“Complejo: Conjunto de ideas, emociones y tendencias generalmente reprimidas y asociadas a experiencias del sujeto, que perturban su comportamiento” (DRAE)
La primera vez que me dijeron acomplejado y me trataron como tal (con pena y ‘absoluta’ indiferencia y censura) fue también la primera vez que reclamé. En nuestro querido Perú, hace falta una queja simple y el peso de la marginalidad cae sobre uno para eternizar un silencio complaciente. Me di cuenta luego de que el mote de “acomplejado” solo se usaba (y se usa con plena vigencia) como una categoría irrefutable para la censura.
Y es que también tiene una carga psicológica muy fuerte. ¿Quién no se paltea de que le digan traumadito? Un acomplejado sería pues aquel que denuncia una situación que le parece injusta, pero que lo hace sin fundamentos y como resultado de un trauma muy propio, reforzado por estereotipos que nada tienen que ver con la realidad y que obedece generalmente a una patética sensación de inferioridad. Pero…
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La gastronomía nos une como peruanos.
… ¿qué sucede cuando hablamos de una ‘Nación de acomplejados’? ¿Será que 30 millones de individuos viven engañados y traumados por la misma ‘fantasía’? ¿Es la discriminación, la jerarquización, el racismo y el clasismo una ‘fantasía peruana’?, ¿una paja mental grupal en donde a tristes 30 millones se nos ocurrió traumarnos con el mismo cuento de que existían tales diferencias y de que esas diferencias influirían directamente sobre buena parte de nuestras vidas y nuestras decisiones? En otras palabras, ¿somos realmente una nación de gente estúpida?
La discriminación y jerarquización en el Perú siempre se ha planteado como una discusión en torno a la raza: los doorcolor vs los yachtcolor. Lamentablemente, no tenemos una paleta de colores que nos ayude a identificar a qué clan pertenecemos. Y armamos la fantasía (esta fantasía sí es, curiosamente, real) de que al ser imposible diferenciar a los sujetos por el nivel de ‘bronceado’, las condiciones para todos son igualitarias.
Hay que ser conductor de “Sin medias tintas” (nombre curioso para el gil de una Osterling) para pensar que se vive en una situación de igualdad en el Perú. Es cierto que la melanina ya no te condena al pozo de la vergüenza de origen. Pero la marginación existe y tan fuerte como siempre. Y el elemento de “la raza” (de la que tanto se gasta saliva) es aquí un término más social que biológico. El abanico de estereotipos que manejamos son siempre resultados de procesos mentales instantáneos en los que evaluamos aquello que vemos superficialmente.
El mejor ejemplo de esto, el guachimán de discoteca “in” que, de una tazada (el pico evolutivo de la técnica para diferenciar), sabe si eres cholo o blanco y qué tanto tienes de uno u otro. Sabe si vas a subir los réditos del local, si tu presencia va a ser indiferente a los visitantes o si tu simple cacharro y modo de actuar van a ser un elemento irrespetuoso que no encaja con su derecho de admisión.
¿No hay discriminación en el Perú? Estamos hartos de quedarnos afuera de la fiesta. Estamos hartos de ese grupete que hace la repartija de entradas en este país en función de tu apellido, tus amigos, tus propiedades, tus terrenos y tu cantidad de empleados. No nos importa que nos digan acomplejados, igual vamos a tumbarles la discoteca.
En El Panfleto, este pasquín de la mala muerte que hemos hecho a punta de chamba y de hueveo, sabemos que no somos los abanderados de nadie. Sabemos que la gente no es estúpida y no queremos incurrir en el mismo error paternalista con que se suele defender desde los grandes medios (y sus mermeleros, maestros del estilo ‘anarcopaint’ y libertario 2.0) a la gente que tiene nombre de misio.
«Ay, pero qué bonituuu»
“Ay, pero qué bonituuu”
Nuestro ‘lineamiento’, para el desentendido que lo pregunte, tal como manifestó alguna vez Martín Adán es “el exclusivo objeto de hacerlos a ustedes cojudos”. Cada vez que nos digan “acomplejados” vamos a responder más fuerte, más fuerte que la misma discriminación en este país.
Cada vez que quieran callarnos, sabremos que estamos jodiendo, que duele. Que sepan todos que ya no queremos ser el objeto de estudio o de debate o la cría a defender, ahora queremos hablar. Hacemos humor satírico porque jode, porque no decimos nada que los lectores no hayan pensado antes, porque queremos mostrar cuán feos nos vemos, pero también, así como acomplejados, cuanto nos queremos. Como bien sentenció un detractor: “No necesitamos escribirlo ni leerlo, nosotros todos somos un panfleto”.