Escribe un piurano, uno de miles que sabe lo que es caminar al mediodía con 40° bajo sombra. Uno de miles que sonríe con la mezcla de sol/nubes/lluvia/calor en Lima, porque eso significa, inequívocamente, que ha llegado el Niño, el churre malcriao como lo conocemos en nuestra tierra.
No necesitamos leer a especialistas para saber que ya está entre nosotros, porque nos acostumbramos a él desde muy pequeños, pero si hay algo grato en esto es que con su llegada puedes introducir a la gente de la capital a un tema que se ignora porque no se vive: los desastres naturales que afectan a 20 millones de peruanas y peruanos, y que en Lima solo pasan como noticia pequeña en la esquina de algún diario: huayco aísla a 10 mil familias. Tonterías, por qué alarmarse por gente que se queda aislada cada verano. Mandarles víveres y asunto arreglado.
Aunque los mayores juran que el del 72 fue mucho más salvaje, y que el del 83 tampoco puede olvidarse, el verano de 1998 fue particularmente caluroso para mi. En marzo, una tarde mientras jugábamos una pichanga sobre la arena festejando que pasábamos a tercero de primaria, nos sorprendió a todos una bandada de libélulas que escapaba al sur: eran millones, y juntas hacían un manto sobre el cielo, apocalíptico. “Se van porque saben que pasará algo feo”, dijo una vecina que miraba sorprendida con nosotros mientras llenaba un lavador con agua que sacaba de un pozo conectado a la matriz, pues el agua potable ni siquiera llegaba a las casas. Y así fue, porque solo unos días más adelante, una noche muy tarde, se desató una lluvia que no paró una semana, dos, tres. El Fenómeno del Niño había llegado.
230px-Hormigaleon (1)No ha habido calor en mi vida que haya superado el de esa tarde. Todo comenzó una noche antes, cuando de pronto se fue la luz -estábamos acostumbrados a eso, y no era por terrorismo: las empresas prestadores de servicios de la década fujimorista eran tan pobres que ofrecían agua y luz tan o más decadentes que las que permitió el terrorismo una década antes-, y prendimos velas que pegamos a la pared. Esas velas llamaron a las hormigas león, unos insectos tropicales que solo aparecían en las lluvias, mientras que truenos y un sudor de medianoche que no cesaba avisaba que había que preparar una mochila de emergencia y cosas por el estilo. Nosotros no teníamos plata para comprar tanto botiquín, por lo que ignoramos. La noche de esa primera lluvia nadie durmió, porque recuerdo a todas y todos los mayores en la calle -no había pistas ni veredas, tampoco luz, y el desagüe recién estrenado comenzaba a colapsar-, pala y pico en mano, luchando contra el diluvio y abriendo zanjas de cuatro o cinco cuadras para despejar las casas más afectadas, que por su disposición empezaban a llenarse de agua en el portal.
Morropanos, sechuranas, ayabaquinas, serranas coloradas y ojos verdes con cholos negros pelo duro de la costa, todas y todos medio calatos, luchando contra el agua y confundidos en la bruma de la lluvia, cuidaban que sus esteras, calaminas y corrales no se empocen, pero poco de eso era efectivo: el churre malcriao habia llegado y se burlaba primero de los pobres, a los que no solo despojaría de infraestructura sino también de salud y dignidad.
137445 (1)Al amanecer, la lluvia que no cesaba solo permitía tener una radio a pilas, con la que nos informábamos, vía Radio Cutivalú -la voz del desierto-, de que las lluvias habían desaparecido varios sectores de pueblos de Huancabamba, Ayabaca y anexos de la sierra, y amenazaban con desbordar al río Piura en la costa, el Bajo Piura. Las vecinas acongojadas e incomunicadas -porque los tres o cuatro teléfonos públicos del barrio no funcionaban sin luz eléctrica-, lloraban por no saber si su casita en la chacra, allá en la sierra, estaba bien, si la vaca no se había rodado, y si mama Ofelia no había perdido sus cultivos. Por la tarde nos enterábamos de que la lluvia ya venía de nuevo con fuerza por Chulucanas y una infernal plaga de insectos nos obligaba a todos a tener, mínimo, un hueco en cada prenda -eran la comida favorita de los grillos-, y dormir en el suelo de la sala con un palo santo prendido para que los zancudos no nos hagan mierda las piernas y la cara. Las churres más chiquitas, protegidas con un tul sobre un petate, lloraban de desesperación por el calor, mientras que la lluvia azotaba nuevamente: esa misma madrugada nos enterábamos de que el río Piura se desbordaba y desaparecía con su paso al Puente Viejo de Piura y dos pueblos en los valles bajos.
Piura 1983 Fenomeno del Niño (9)Lo que más dolía era ver cómo los diarios regionales informaban a primera plana de los pobres ricos a los que el churre de mierda les había inundado sus humildes casitas de 2500 m2, mientras que nosotros en el arenal, cagados, empezábamos a sufrir los primeros brotes de cólera, mientras que Defensa Civil, que a algunos lugares llegaba en helicóptero, nos daba goteros para llenarlos de lejía y mezclar con el agua -que las cisternas repartían- y sales rehidratantes para los que tenían ya procesos infecciosos por tanta mierda junta en el barro que nos rodeaba.
No había música, no había celebración, no hay en mi cabeza, tan acostumbrada a ponerle canciones a cada etapa, una sola canción que me recuerde esos meses, porque ya nadie bailaba, nadie contrataba orquestas, todo era silencio y esperar que la pesadilla termine, que la gente en la sierra deje de sufrir los huaycos y que los que tenían que nadar cada día hacia sus casitas en la costa rural no mueran ahogados intentando hacerlo, como sucedía.
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Se nos cayeron puentes, nos volaron calaminas, perdimos hermanas y hermanos -hasta por rayos-, nos cayeron plagas, nos lorneó el cólera: el churre malcriao nos apagó la sonrisa, las ganas de luchar por salir de la pobreza que no nos dejaba ni hacer “techo ligerao”, como le decían al proceso de cambiar la calamina o el eternit por un techo de cemento. Nos dejó sin agua, alcantarillado y nos obligó a vivir con velas durante una larga época.
Recuerdo a 1999, un año luego de la tragedia, como un año oscuro, uno en el que las calles del centro de la ciudad eran penumbra, sin personas caminando por sus veredas. ¡Todas y todos luchaban por salir de esa pobreza que el Niño dejó a su paso!, nadie tuvo plata sino hasta luego del 2000, mientras que los grupos regionales que no tocaban en la región porque nadie tenía para contratarlos -Agua Marina y Armonía 10-, paradojas, gozaban de sus primeros éxitos en Lima, la ciudad a más de mil kilómetros que, ajena a tantas desgracias fuera de sus muros, vivía en carnaval.
Limeña, limeño, si ahora te sorprende este calor, recuerda que el Niño es más que un nombre: es la huella de la desgracia de varios siglos de decenas de pueblos y millones de personas afuera de tus confines. No, no te pedimos que mandes ropita y víveres -porque de eso llenaron a mi bario las ONGs gringas, cuando lo que nosotros necesitábamos eran servicios públicos de calidad, y no caridad-, sino que amplíes de una buena vez tu visión de desgracia o indignación y, de vez en cuando, te informes de diarios regionales vía web de lo que sucede fuera de la Tres veces coronada: introduce a tu vida cotidiana tópicos que hablen de regiones, deja de tratar a la gente de regiones como exóticos que llegan a tu ciudad para conocer la modernidad, recuerda que la mitad de El Panfleto es de no-limeños. Naturaliza que otros también tienen perspectivas, sueños y capacidades que tú solo crees capitalinas. De esa forma las desgracias, a las siguientes generaciones, les dolerán menos, porque lo que más suele doler de los fenómenos naturales no es su fuerza, a la que estamos acostumbrados, sino la impunidad e indiferencia de un Estado dirigido por limeños, que cree que solo nos merecemos una calamina y víveres en lugar de políticas que promuevan gran infraestructura que nos permita salvarnos de fenómenos ajenos a una capital que está más cerca a Miami que a Huancayo.
Esta editorial está dedicada a los pueblos del Bajo y Alto Piura, a las caletas de Talara, Paita y Sechura, que perdieron todo en 1972, 1983 y 1998. A las familias de las y los ahogados por rescatar sus animales, por intentar cruzar la quebrada camino a casa. Por nuestros viejos y viejas, las abuelas y los abuelos, que tienen que batallar cada diez años contra un fenómeno climático que destruye sus vidas y esperanzas, y a quienes, a pesar de tanta lluvia y calor, siguen luchando con una sonrisa enorme en el rostro.