Sigo con interés desde Alemania la discusión en las redes sociales entorno a la llegada de refugiados venezolanos al Perú. Las emociones y actitudes que despierta el tema me recuerda, en muchos aspectos, la discusión que siguó a la crisis de refugiados en Alemania en el 2015. Ante todo, hay críticas a la forma en que el gobierno peruano ha manejado este tema que me parecen legítimas.
Es legítimo en primer lugar preguntarse por qué el gobierno abre las puertas a los venezolanos que huyen de la crisis en Venezuela a la vez que la cerró a los haitianos que buscaron refugio en el Perú tras el terremoto en su país. No cabe duda de que hubo motivaciones políticas producto del alineamiento de nuestro gobierno con el de Estados Unidos. Lamentablemente ese trato preferencial a ciudadanos de determinados países no es algo que se dé solamente en el Perú. En Alemania el gobierno otorga con mayor facilidad el asilo a solicitantes iraquíes y sirios, y con menor facilidad a afganos, a pesar de las situaciones comparables de violencia y persecución en estos tres países. Alemania también excluyó del proceso de asilo en el 2015 a los países de la ex-Yugoslavia por considerarlos “refugiados económicos”. Esto se debe a razones políticas, mediáticas pero también a la falta de alternativas para la inmigración legal hacia Alemania desde países externos a la Unión Europea.
En segundo lugar, es legítimo preguntarse acerca del impacto de las facilidades ofrecidas por el gobierno peruano a los refugiados venezolanos (convalidación gratuita de títulos académicos, inscripción en el seguro integral de salud), que de facto los favorecen con relación a otros grupos de inmigrantes, puedan tener en el mercado de trabajo local. Sin embargo, no deja de sorprenderme que un país tan convencido de la ideología (neo)liberal como el Perú entre en pánico al ver llegar a 100 000 potenciales competidores extranjeros, muchos con títulos académicos, buscándose la vida como mejor pueden en la calle y dispuestos a “pagar piso” e insertarse profesionalmente. Dudo que el ingeniero venezolano que hoy vende arepas en la calle apunte a seguir haciéndolo hasta que la situación mejore en su país. La defensa férrea del libre mercado se nos termina al momento en que viene alguien de afuera a competir por el mismo puesto de trabajo que nosotros. Creo que parte de esa inseguridad se explica por nuestro deficiente sistema de educación superior, con universidades privadas que ofrecen títulos decorativos. También creo que hay una situación real de informalidad y de explotación laboral de mano de obra venezolana, que no es ninguna novedad entre la población peruana, y que ahora muchos perciben como “competencia desleal”. La informalidad y la debilidad del Estado se hacen hoy más evidentes y nos pasan factura.
En tercer lugar, cabe preguntarse si nuestra legislación migratoria estaba preparada para algo así y si hace falta reformarla. Hasta hace poco, el Perú era un país de paso para muchos extranjeros que buscaban emigrar a los Estados Unidos. Hasta los años noventa vivíamos convencidos de que el Perú era un país sin futuro del que había que largarse y admirábamos todo lo extranjero – y a los extranjeros – por considerarlo necesariamente mejor a lo nacional. Hoy nos percibimos de otra manera: confundimos crecimiento económico con desarrollo (tienes DIRECT TV, electrodomésticos de última generación y carro del año, pero tu barrio no dispone de agua potable las 24 horas del día), nuestros patrones de consumo han cambiado y nos enorgullecemos de la “Marca Perú”, de los productos y servicios que nuestro país puede ofrecer al mundo. Nos jactábamos de ser un país particularmente acogedor con el extranjero…hasta que empezamos hace poco a recibir extranjeros pobres. Sin embargo, una cosa va de la mano con la otra: los migrantes van adonde hay trabajo, con la esperanza de mandar remesas a sus familiares; a diferencia de los migrantes, los refugiados no pueden regresar a su país, van adonde pueden sobrevivir mejor y, si tienen los medios para hacerlo, se dirijen adonde puedan alcanzar un estatus similar al que tenían en su país, con la esperanza de traer a sus familiares. De seguir creciendo como país, nos seguiremos confrontando con la inmigración y por ello es URGENTE desarrollar una política migratoria sensata. La única manera fiable de “deshacerse” de la inmigración sería entrar en crisis económica (como en España con la “ley del retorno voluntario” para extranjeros desempleados…o como en Venezuela ahora) o en algún conflicto armado (como en Libia). Cuando hay factores de atracción que compensan la decisión de emigrar, el cierre de fronteras es ilusorio y hasta contraproducente (mayor inmigración indocumentada, mayor explotación, etc.).
¿No se supone que un país que hasta hace poco fue de emigración como el Perú, con tres millones de peruanos viviendo en el extranjero, debería mostrarse más humano al recibir inmigrantes? La respuesta es no. Un estudio comparativo en la Unión Europea muestra que las poblaciones de Italia y España, países de emigración que empezaron a recibir inmigrantes desde los años ochenta, no tienen en general una actitud más abierta hacia los extranjeros pobres que países como Francia, Gran Bretaña o Alemania. Lo que sí tienen estos países es una mayor tolerancia a la participación de los inmigrantes en la economía informal (“trabajo en negro”), como ocurre de facto hoy en día en el Perú con los venezolanos y el comercio ambulatorio.
Plantearse estas preguntas y otras referentes a políticas públicas es legítimo y no constituye xenofobia. Sin embargo, muchos de los comentarios que he leído en redes sociales parecen sacados del fanpage del partido de ultraderecha alemán “Alternative für Deutschland” (AfD). Me llama la atención en particular algunos elementos del discurso anti-venezolano que he podido observar también en discursos xenófobos en otros países receptores de extranjeros pobres (inmigrantes y refugiados), en particular en Alemania con refugiados del medio Oriente; en Italia a principios del 2000 con albaneses, marroquíes y peruanos; en Marruecos y Mauritania con migrantes de países subsaharianos; y en el Líbano hace poco con refugiados sirios. Algunas de las actitudes vinculadas al discurso xenofobo son las siguientes:
– La sexualidad del extranjero pobre es vista como peligrosa: los hombres son vistos como potenciales violadores (“defendamos a nuestras mujeres”) y/o las mujeres son vistas como fáciles y aprovechadoras (“vienen a robar maridos y destruir familias”). Este último argumento se utiliza para justificar el acoso sexual a las mujeres extranjeras pobres (“ellas nos provocan”)
– Se justifica el abuso o la violencia cometida por la población local al extranjero pobre (“nos estamos defendiendo de ellos”)
– Los episodios de violencia o delitos cometidos por el extranjero pobre son generalizados al conjunto (“ellos vienen a robar”): un extranjero pobre que delinque es visto como representante de todos sus compatriotas
– El extranjero pobre es percibido por los locales como amenazante, por miedo a perder priviliegios previamente adquiridos (“se creen mejores que nosotros”, “no nos respetan a pesar de estar en casa ajena”)
– Hay una auto-celebración de lo propio frente al extranjero pobre (“somos mejores que ellos”, “somos más civilizados”, “somos más trabajadores”, “somos más respetuosos de la ley”) que a la larga busca en el extranjero pobre un chivo expiatorio para los problemas sociales (“si no hubiera extranjeros, no habría delincuencia”, “ellos traen la informalidad”)
Si creen que exagero, miren las tomas de pantalla de algunos de los comentarios que he encontrado en las redes sociales sobre la llegada de venezolanos al Perú. Los medios de comunicación en el Perú están contribuyendo a crear un clima de xenofobia hacia los venezolanos, con noticias como la difusión de un audio de Whatsapp en el que un hombre venezolano opina sobre el aspecto de las mujeres en Huancayo… y los reporteros buscan a otros venezolanos para que se disculpen por su declaración, con un consejero regional prometiendo “tomar medidas”.
En Alemania se suele justificar el discurso xenófobo mediante una supuesta incompatibilidad cultural/religiosa: “lo que pasa es que la mayoría de refugiados son musulmanes y por eso es difícil integrarlos a nuestro entorno cultural”. De ser así, no habría habido en la Alemania de la post-guerra actitudes xenófobas hacia los Gastarbeiter (migrantes “invitados”) provenientes de países cristianos como España, Grecia o Italia, tampoco contra los polacos en Prusia. El que muchos de los elementos arriba citados estén presentes en el discurso xenófobo contra los venezolanos en el Perú, a pesar de que venezolanos y peruanos compartan el mismo idioma, la misma religión (mayoritaria), un bagaje cultural e histórico similar y la misma “civilización” en términos de Samuel Huntigton demuestra, a mi parecer, que la xenofobia va más allá de las “afinidades civilizatorias” y que se puede dar en todo país receptor de inmigrantes.
Lo que caracteriza al discurso xenófobo es la satanización del extranjero pobre, del individuo al que se le atribuyen características inmutables de la colectividad a la supuestamente “representa” (“los venezolanos”, “los musulmanes”, “los latinos”, etc.), convertido en chivo expiatorio por hábiles políticos que así evitan que se discuta la pertinencia de sus decisiones o los errores que cometieron. No caigamos en esa trampa.