Crónica de la choledad: Una noche en Quilca con la chica G

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Estaban chateando por Whatsup

– No, no. Vamos, te invito una cerveza, le respondió.

Pero, ¿quién carajos en su sano juicio cree que sería sólo una cerveza? Yo me lo creí, al momento de invitarle.

Quedaron en las afueras de un bar en Av.Quilca, un lunes a las 6 de la tarde, ayer.

El día lo recuerdo nublado, infestado de demonios aunque tantas veces he pasado por ahí que sólo me importaba fumar tranquila y encontrarlo.

Y allí estaba él, con unos jeans gastados y una polera roja como el polo que tenía por dentro. De adorno una sonrisa enorme, deforme y bonita.

De pronto caminaron hacia otro bar por Plaza de Armas y él le habló sobre su graduación y tesis. Era de profesión antropólogo y chambeaba con comunidades nativas. Le contó que le gustaba mucho escribir y que el periódico de sátira política, del cual formaba parte, era para él una especie de entrenamiento para mejorar su redacción. A pesar de que las publicaciones del periódico tenían una alta difusión, él deseaba mantenerse al margen del entorno intelectual feisbukero limeño (porque es una cojudez y da vergüenza) y que por ello se ocultaba detrás de ese sobrenombre. Ese personaje era su alter ego.

– Es interesante, porque así algunas personas, por ejemplo tú, me invitan una cerveza. Y yo no te voy a negar chelas – sentenció alzando el vaso y sonriéndole desafiante.

– Buen punto

Terminaron la cerveza y regresaron al bar en el que se habían encontrado. Pasaron a ser unos seres informales, mientras aumentaban las botellas en la mesa.

Tampoco era un desconocido, había soñado con él un par de veces. Eran sueños donde me tocaba y me besaba despacio, casi descubriéndome, con ese amor que no existe pero que se finge para pasarla bien.

Y él sabía fingir muy bien; la estaban pasando bien. Los únicos silencios incómodos eran como tiempos muertos cada vez que él iba al baño, entonces no sabía qué hacer y se la veía ansiosa. ¿De qué?

Luego él regresaba con la sonrisa en los labios y con esos ojos que luego descubrió no veían bien sin lentes y que a ella le parecía, le daban un brillo especial a la noche.

Una noche que yo temía se acabara pero, ¿qué más? Podía irme contenta.

Pagó la mitad de la cuenta y salieron.

Los estragos de la noche anterior aún remecen mi cabeza.

Un pequeño mareo en la cabeza y la música de las afueras la invitaban sutilmente a quedarse. Él quería seguir bebiendo, apretó su cuerpo e hicieron ademanes de bailar en paseo Belén.

Ese gesto me estaba mandando a la putamadre.

– ¿Qué hacemos?

– No lo sé.

Compró un cigarro, lo encendió y caminó haciendo drama por sus responsabilidades del día siguiente, hasta la Av. Uruguay. Él la seguía, tal vez por lo que quería obtener, pero ella no entendía bien qué le decía.

Íbamos de la mano. La curiosidad era el mejor refugio para ocultar mis deseos, para olvidar que ni siquiera lo conocía.

Fueron de la mano a una tienda, ella se veía desubicada y un poco cansada. Compraron más cervezas y él la llevó al Hotel Uruguay.

El cuartelero nos mandó al último piso. Era un hotel de mala muerte. Nos tocó quedarnos en un cuarto de drywall, con una cama de sábanas amarillas y manchas de semen. Tenía una tele y el baño era compartido. En las paredes estaban escritas frases como “Aquí te amé, Susan. Aquí te hice mía”. El piso era sucio y solo tenía una ventana donde se podía observar cómo los jaladores aullaban por más pasajeros.

Recuerdo que quería ir al baño, ahora en mi cabeza trato de armar momentos previos a cuando lo vi desnudo encima de mí.

Ella encendió la televisión y buscó una película independiente. Él destapó una botella de cerveza, se la dio y empezó a desnudarla. Le gustaba estar con él. Lo abrazó con ternura aunque ayer me contó que le lastimó con las uñas la espalda, por instinto, porque así lo quería.

Renegaba pero volvía a mí, una y otra vez porque quería tirar. Yo sólo quería abrazarlo y ver la película que nunca pude ver.

Él ya estaba dentro de ella. Por la ventana se filtraba el ruido de la avenida y por el otro oído ella escuchaba sus palabras sin entender lo que le decía.

No sé cómo nos dormimos. Desperté y estaba a mi lado. Lo abracé. Olía a alcohol, a sexo y a sudor. Mi rostro se escondía en su cuello y me enamoré por un ratito de su bigote de tío intelectual.

Pero él no era un tío.

Volvieron a tirar, esta vez sin ganas. Esto no es una historia de amor. Se cambiaron, desayunaron juntos por gratitud. Y se fue.

Ella le hacía más caso al teléfono que a su adiós, pero le pidió que la besara.

Ojalá te vea en el infierno – dije para mis adentros, sonriéndole.

Advirtió que estaba sola de nuevo cuando se perdió entre el mar de gente de Jirón de la Unión. Tenía puestos los audífonos y sonaba una banda de Chile.

No quiero cambiarte pero sé
que un día, un mal día, tu rugir se apagará ?

Examinó todos y cada uno de los matices del comportamiento humano, miró hacia el horizonte ignorándolos también. Pensó en él y se rió estruendosamente de lo que había pasado. Se quedó con la libertad alegre de no tener la necesidad de volver a verlo; entendió que prefería quedarse así a saber que todo esto ya había sido escrito, intencional y astutamente, en su cabeza.

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